[vc_row][vc_column][vc_single_image image=»1183″ img_size=»full» alignment=»center»][vc_column_text]Ráfagas de arena salían despedidas de los pies de Nachete cuando éstos se hundían a toda velocidad en la orilla húmeda y fría de La Calita. El agua cristalina de Portals Nous lamía los pies del joven aventurero mientras la arena se colaba entre sus dedos dejando una sensación entre placer y caricias con papel de lija, aunque Nachete no notaba nada de eso porque tenía cosas más importantes en las que pensar. Joan le pisaba los talones, sofocado porque se acababa de comer un helado y la barriga le pesaba más de lo que le hubiera gustado.
—¡Espera, Nachete! Que me ahogo.—gritó Joan con el helado montado en el ascensor-esófago que tenía dentro del pecho.
—No puedo parar. ¡Hay que llegar o no nos dará tiempo! ¡Date prisa!
—Ai… ¡Voy, voy!
Ese domingo de junio no había mucha gente en la playa de aquel lugar mágico que era Portals Nous y Bendinat —en realidad no había mucha gente en ningún lugar de Mallorca, pero esa es otra historia relacionada con virus y tristeza que no vamos a contar aquí—, así que nuestros jóvenes aventureros disfrutaban de la playa prácticamente para ellos solos.
Los miembros de la Patrulla Águila cruzaban la playa desde el embarcadero, situado en la esquina izquierda de la pequeña cala y donde habían recibido la información privilegiada del Gran Sabio —que tomaba una cerveza disfrutando del sol de mediodía en bikini—, hasta la pequeña explanada de roca donde se colocaban las abuelas a tomar el sol y a charlar de la vida, situada en la equina derecha de la playita. Un cubo rojo se balanceaba en la mano derecha de Nachete, vestido con un bañador a rayas rojas y blancas, y otro cubo verde daba tumbos descontrolados en la mano izquierda de Joan, que por los suspiros que daba y por su correr descoordinado parecía que no iba a llegar al otro lado de la pequeña cala. Pasaron como una exhalación entre las abuelas y se dirigieron hacia las rocas, donde habitaban los Cangrejos del Infierno, unas bestias de más de dos metros de altura que aterrorizaban a los habitantes de la zona con sus poderosas tenazas en llamas.
—¡Niños! ¡Ya vale de molestar!—aulló una de las abuelas, regordeta y con el pelo blanco como la tiza.
Nachete vio cómo Joan se detenía y hacía una profunda reverencia frente a la señora, que no se esperaba esa reacción por parte de su compañero.
—Disculpe, madame.—dijo Joan con voz afectada. Madame era una palabra nueva que habían leído en un libro de cuentos y que a Joan le encantaba.—Vamos a salvar el mundo de los Cangrejos Infernales y debíamos pasar por aquí a toda velocidad.—la nariz de Joan casi tocaba en suelo.—¡Que tenga un buen día!
Aunque Nachete sospechaba que Joan se había detenido para recuperar el aliento y que todo lo de la señora era teatro, le pareció bien que su compañero no se enemistase con la mujer, porque seguro que era amiga de la Bruja Malvada y no tenían tiempo de librar dos batallas a la vez.
En cuanto cruzaron la Isleta de las Señoras Regordetas y llegaron al Umbral, el mundo cambió bajo sus pies. Un fuerte viento con olor a mar surgió de la nada y revolvió sus flequillos; las rocas se astillaron bajo sus pies y el suelo se levantó cientos de metros hacia el cielo cristalino, llevándose con él a los jóvenes aventureros; el suave rumor de las olas se convirtió en un bramido que retumbaba en toda la cala, que ya no era cala: había crecido hasta convertirse en una playa kilométrica en la que casi no se divisaba Puerto Seguro, el puerto pirata situado en la otra punta de la bahía donde habían quedado con el Gran Sabio al acabar la misión. Siguieron andando con precaución, con algún quejido de Joan porque se pinchaba en los pies, y llegaron al borde del Acantilado Infinito. Cuatrocientos metros de mole rocosa se extendían bajo sus pies; las olas estallaban contra las paredes oscuras levantando columnas de agua de varios metros de altura. Al fondo del acantilado, a la derecha, se veía una plataforma de roca protegida por una pequeña escollera natural. De esa plataforma salía un camino que se internaba en la pared opuesta del acantilado, hacia las cuevas de los Cangrejos del Infierno.
—Debemos bajar. Es la única manera.—dijo Nachete girándose hacia su compañero.
—Pero necesitamos nuestros poderes.
—Eso es verdad. ¿Estás listo?
Joan asintió, solemne. El momento de ponerse los cascos siempre era importante, así que debían ponerse serios, a ver si por lo que fuera no iban a recuperar sus poderes y entonces sí que estaban fritos.
—¿A la de tres?—preguntó Joan.
—A la de tres. Una, dos, ¡tres!
Ambos aventureros se colocaron los Cascos del Poder, uno verde y uno rojo, en la cabeza. Notaron cómo la energía fluía a través de sus venas y les llenaba el corazón. Nachete ya no era Nachete, se había convertido en Águila Roja, y el poder de la Luz y la Visión inundaba cada fibra de su ser. Algo parecido le había pasado a Joan, que ahora ya no respondía si no al nombre de Águila Verde; sus músculos se habían tensado hasta convertirle prácticamente en el Hombre de Hierro. Una fuerza descomunal emanaba de cada poro de su piel y notaba un cosquilleo en la planta de los pies que indicaba que el poder de la Velocidad fluía por su cuerpo.
Estaban preparados para la lucha.
—Recuerda, Águila Verde, debe ser una incursión rápida y sigilosa. Bajaremos por el Paso Peligroso. Es el menos seguro, pero es el más aislado, así los Cangrejos del Infierno tardarán en vernos.
—¿Puedes ver a alguno desde aquí? ¡Utiliza tu poder de la visión!
—Allí veo a una cría, pero esas no nos preocupan, recuerda la misión que nos ha encomendado el Gran Sabio. Las crías no podemos tocarlas.
Se dirigieron hacia la derecha remontando una pequeña loma de piedra hasta el inicio del Paso Peligroso, un estrecho camino de tierra con menos de dos palmos de anchura que bajaba a lo largo de todo el acantilado hasta la pequeña plataforma de piedra a ras de agua. La bajada fue dura y difícil, con algún resbalón por parte de Águila Verde que, de vez en cuando, se veía sorprendido por un regusto con sabor a vainilla que no era pertinente en aquel momento.
Al llegar a la plataforma se reunieron de nuevo y se agacharon para ocultarse de la vista de potenciales enemigos. No había nadie. Solo el rumor de las olas contra la escollera natural rompía el silencio. Los rayos del sol no calentaban aquella zona tan profunda del acantilado, así que ambos notaron como se les ponía la carne de gallina; era un aviso de que si no se daban prisa lo único que iban a sacar de aquella misión era un resfriado.
—Yo iré delante, pero en cuanto vea a alguno necesito tu fuerza. ¿Llevas preparadas las algas que nos dio el Gran Sabio?
Joan, o Águila Verde, asintió a la vez que sacaba del bolsillo de su bañador verde un puñado de algas pegajosas, de color marrón oscuro, que el Gran Sabio les había dado al encomendarles la misión.
—Vamos.—dijo Águila Roja.
Para llegar hasta las cuevas debían pasar una serie de rocas aisladas que flotaban sobre el mar embravecido y que separaban la plataforma de roca de las cuevas de sus enemigos. Con precaución, fueron saltando de roca en roca hasta que llegaron a la primera cueva, una abertura en la roca de unos tres metros de diámetro. Ambos aventureros se asomaron y Águila Roja escrutó el interior con su poderosa vista.
—Nada. Vacía, vamos a la siguiente.
Antes de que terminara de decir estas palabras, un “clac-clac” atronador sonó tras ellos y un calor abrasador azotó sus espaldas. Se giraron a toda velocidad para encarar al Cangrejo del Infierno más grande que habían visto en sus vidas. Medía por lo menos cuatro metros, era de color rojo sangre y sus patas estaban envueltas en pelos negros oscuros como la noche. Dos tenazas del tamaño de un hombre, envueltas en llamas anaranjadas, se abrían y cerraban generando aquel horrendo “clac-clac”.
—¡Ahora, Águila Verde! ¡AHORA!
Ante estas palabras, Joan sacó las algas pegajosas y se las metió en la boca con una mueca de asco. Empezó a masticar a toda velocidad mientras el enorme cangrejo se dirigía hacia ellos haciendo resonar sus tenazas asesinas. Águila Roja se adelantó a su compañero y llamó la atención de la bestia, alejándola hacia la plataforma. Necesitaban ganar tiempo.
Cuando la bestia estaba punto de alcanzar a Nachete con sus tenazas, las algas hicieron efecto en Joan. Primero fueron las piernas, que crecieron hasta hacerse grandes como robles viejos, luego fueron lo brazos y el tronco y después la cabeza. Águila Verde creció hasta convertirse en una mole de doce metros de altura que contemplaba la escena desde las alturas.
—¡Cógelo! ¡Rápido, me va a matar!—gritó Águila Roja mientras tropezaba con una roca y caía a las aguas enfurecidas. Aquel tropiezo fue el que le salvó la vida, porque segundos después las tenazas del Cangejo del Infierno cortaron el aire donde había estado su cabeza.
Joan no perdió el tiempo y, siguiendo la técnica que les había enseñado el Gran Sabio, bajó su mano derecha y cogió al Cangrejo del Infierno por detrás, sujetando las tenazas con sus enormes dedos pulgar y corazón. Sumergió a la bestia en el agua para apagar las llamas de las tenazas mientras la bestia se revolvía, furiosa, contra su captor, pero éste no aflojó la presión y mantuvo firme la pinza hasta que el cangrejo dejó de luchar. Con la mano izquierda rescató a Águila Roja que, empapado, se sujetaba la pierna derecha, donde una fea herida había aparecido tras la caída.
Con su enorme tamaño, Águila Verde fue capaz de salir en dos zancadas del Acantilado Infinito por la parte que daba al mar y nadar hasta la playa, donde posó a Águila Roja sobre la arena y se quitó el Casco de la Fuerza y la Velocidad para meter dentro al poderoso Cangrejo del Infierno. Dio su enorme manaza a su compañero, que estaba malherido y cojeaba, y se dispusieron a cruzar aquella playa larguísima hasta Puerto Seguro, donde habían quedado con el Gran Sabio una vez completada la misión. A medida que caminaban, Joan fue recuperando su tamaño y, misteriosamente, también el Cangrejo del Infierno disminuyó su tamaño junto con el cubo verde en el que ahora estaba preso. El murmullo del mar, que se calmaba por momentos, acompañaba al sol que tostaba las espaldas de los aguerridos aventureros en su camino de regreso.
Dos rápidos chapoteos seguidos de unas cuantas salpicaduras dejaron claro que Joan y Nachete seguían con su particular concurso de bombas en la piscina. El Gran Sabio cocinaba su especialidad sobre un enorme fogón, donde reposaba una enorme paellera de la que salía un delicioso aroma a cangrejo que inundaba el patio trasero del Castillo de las Mil Maravillas. Una copa de tinto reposaba en la mano izquierda del Gran Sabio, que sujetaba con la derecha una larga espátula con la que removía el manjar. El Trol de las Cocinas, que aquel día se parecía asombrosamente a Carlos, el marido del Gran Sabio y papá de Nachete, pasó por al lado de la paellera y besó a su mujer en los labios justo antes de dirigir, por encima del seto, un grito hacia los nadadores:
—¡Patrulla Águila, a comer!
El suelo retumbó como si llegara una manada de elefantes y dos niños empapados entraron derrapando a través de la valla del jardín. Se morían de la risa y les costaba respirar; parecía que esta vez Joan había ganado el concurso de bombas. Casi sin secarse se sentaron a la mesa de teca, donde esperaron ansiosos y entre risas a que el Gran Sabio sirviera aquel manjar que tanto les había costado capturar. ¡Por fin empezaba el verano![/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]