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EL ANTES
Carlos entró a todo correr por la puerta del hospital. El ramo de margaritas, las favoritas de María, se bamboleaba peligrosamente en su mano derecha, que también sujetaba, entre pulgar e índice, una caja de bombones Nestlé medio fundidos. Eran los favoritos de María (Cuando estaban enteros, claro…). Carlos no pudo evitar una sonrisa.
Subió las escaleras de dos en dos. Habitación 324, venga, que ya llegas, Carlitos. Voló por el pasillo del tercer piso. Derrape en la esquina. Buenos días, señorita, sonrió a una enfermera que le miraba con cara de pocos amigos. Llegando a la puerta vio a Albert, el hermano de María. Abrazo. Están todos bien, Carlos, ha ido todo perfecto.
Entró en la habitación y vio a María con Fernando, su marido. Ambos sonreían a una bolita envuelta en mantas de color blanco. Entraba luz a raudales por el enorme ventanal y Joan, que así se llamaba la bolita envuelta en mantas, movía, despacio, los michelines que tenía por bracitos. A los pies de la cama estaban Maruja y Javier, los padres de Fernando. Más abrazos y sonrisas, lágrimas de felicidad. Gracias por venir tan rápido, Carlos, estás loco.
María había sido madre, estaban todos bien, y Clara y él habían tomado la decisión de volver a Mallorca con su propia familia. En tres días llegaban Nachete y Clara desde California, por fin.
María y Carlos se sientan en un banco del paseo marítimo de la Calita. Hace un día maravilloso de mayo, los guiris todavía no han llegado y la brisa les acaricia la cara. Huele a mar, a su infancia. Joan y Nachete juegan desnudos en la playa (Emulando, sin saberlo, a sus padres unos años atrás). Ya están tan morenos que parecen cubanos. Corren, ríen, saltan y chapotean. De repente se sientan en la orilla y, desde lejos, se les ve gesticular y charlar. ¿De qué estarán hablando?, pregunta María con una sonrisa. No lo sé, pero sería bonito pintar esta escena, espero que Nachete y Joan sean amigos muchos años.
EL DESPUÉS
—Aquí Águila Verde contactando a Águila Roja. Por favor, conteste, repito: conteste. Iniciamos incursión a base enemiga en Bosque Oscuro y necesitamos apoyo.
Nachete, agazapado tras la barricada indestructible que había construido con ramas y piñas, asoma la cabeza cubierta por el casco de Águila Roja, el casco de la luz y la visión. Ve a Joan, o Águila Verde para aquella misión, deslizándose poco a poco hacia el Bosque Oscuro. Águila Verde no se da cuenta de que están rodeándole los Bárboles, porque solo Águila Roja tiene el poder de la visión.
—¡Cuidado, Águila Verde! Los Bárboles te rodean, ¡Van a atacar!
Joan siente el miedo, se queda paralizado. Nota la humedad de
la tierra a través de la ropa. ¡No! ¡Los malignos Bárboles no! ¿Cómo puede defenderse de ellos si no puede verlos?
¿Qué puede hacer para escapar? ¡Oh, no! Éste va a ser mi final, estoy perdido…
Entonces ocurre.
Joan (o lo que queda de él) percibe cómo el suelo empieza a temblar y gira la cabeza. No puede creer lo que está viendo. Águila Roja sale de la barricada casi volando y deja la base abandonada. Corre como nunca lo había hecho, salta por encima de Joan y se enzarza en una lucha encarnizada con el primer Bárbol que encuentra. Un rayo de luz se filtra entre las altas ramas del bosque e ilumina a Águila Roja, que está imparable frente a los Bárboles. Entonces Joan entiende que su amigo le necesita y, por fin, nota el poder del casco verde, el poder de la fuerza y la rapidez. El miedo desaparece, siente el fuego en su interior, se levanta de un salto mágico ya convertido en Águila Verde y, junto con Águila Roja, plantan batalla a los malignos Bárboles. Cada vez hay más y la lucha va a ser larga y dura.
Desde la cocina, Carlos y María degustan un maravilloso tinto y miran a los niños que, equipados con sendos cubos de playa en la cabeza (uno rojo y uno verde), pelean contra el olivo que Carlos plantó en medio del jardín. Por las caras feroces que ponen parece que la batalla está encarnizada.
Fernando y Clara, tumbados en dos butacas al sol, saborean sus copas de vino mientras picotean queso mahonés y charlan de la vida. El follón de la batalla contra los Bárboles se mezcla con una suave música de fondo y la estampa general es casi perfecta.
María contempla la escena y no puede evitar sonreír y pensar que, si su padre estuviera todavía allí con ellos, sería la persona más feliz del mundo. Empieza a entender esa frase maravillosa que su padre repetía a menudo: “María, la felicidad está en las pequeñas cosas”. María mira a los niños, siente el sol en la cara, saborea el tinto en el paladar, siente la presencia de sus amigos y de su familia… Y piensa que papá tenía toda la razón del mundo. Sí señor, papá, la felicidad está en las pequeñas cosas. Gracias por hacerme así.
María le da su copa a Carlos, coge el cubo de la fregona (de color amarillo pollo) y, mientras se lo pone en la cabeza, nota cómo el poder de la agilidad y el vuelo fluye a través de sus venas.
—¡Águila Amarilla al rescate! ¡Aguantad, compañeros, los Bárboles no podrán con nosotros! ¡¡¡A la
batallaaaaaaaaaaaaa!!!
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Me encanta este! «la felicidad está en las pequeñas cosas»