[vc_row][vc_column][vc_single_image image=»984″ img_size=»full» alignment=»center»][vc_column_text]Águila Verde esperaba en La Guarida, sentado sobre un cojín enorme, la llegada de Águila Roja, su compañero de batalla, que había subido a las cocinas del Gran Sabio para robar un poco de alimento. Paseó la vista por la estancia en la que se encontraba, engalanada como si se tratara de una carroza de carnaval, y se enorgulleció de todo lo que veía: el tesoro robado a la Bruja Malvada, las plumas del gorro del Indio Fu, los restos de las ramas del primer Bárbol contra el que habían peleado… Una infinidad de riquezas que la Patrulla Águila había conquistado tras superar un sinfín de aventuras y peligros. Aventuras que se habían visto truncadas por un suceso inesperado, por una amenaza que, según el informe del Gran Sabio, afectaba por igual a todos los moradores del maravilloso mundo de Portals Nous y Bendinat, ese mundo lleno de magia y de seres increíbles en el que habitaban.
Según lo que les había comunicado el Gran Sabio, los Bárboles habían lanzado una ofensiva general contra todas las ciudades del mundo y se habían hecho con el control total. Ahora era imposible salir a la calle sin exponerse a un ataque inminente, así que la Patrulla Águila había decidido, muy a su pesar, tomarse un descanso de sus aventuras por el mundo exterior y centrarse en las que aguardaban en el castillo del Gran Sabio, que no eran pocas.
—¡BUH!
Águila Verde se llevó un susto de muerte, acompañado de las carcajadas de su compañero. ¡Eso no se hacía!, pensó, aunque el enfado se le pasó en cuanto vio el paquete de Tosta Rica y el cartón de leche en manos de su amigo.
—¡Jolines, Nachete! No me asustes así. ¡Bien! ¡Galletas! ¿Hay Cola Cao?
—Que no soy Nachete, que soy Águila Roja. ¿No te acuerdas? Y tú eres Águila Verde, no Joan. Si no nos llamamos por nuestros nombres en clave puede que nos descubran los Bárboles, y ese sería nuestro fin.
—Sí, sí. Perdona. La próxima no me olvido. ¿Qué haces? ¿Por qué te frotas la cabeza?
—Es que el Trol de las Cocinas me ha pillado desprevenido cuando bajaba del altísimo estante en el que guarda los alimentos y me ha pegado con su garrote. Me pica.
—¡Uau! ¿Te has enfrentado tú solo al Trol? ¡Qué valiente eres! ¿A ver, dónde te ha dado? Creo que si te sale un chichón puedes pedir un deseo. Déjame ver… Parece que no, qué mala suerte. ¡Pero has conseguido huir y tenemos comida! ¿Cómo has escapado? ¡Es casi imposible!
—Ha sido dificilísimo, pero he corrido como el viento, luego me he tirado al suelo, he derrapado entre sus piernas y he huido por la puerta trasera de las cocinas. ¡Y tenemos galletas!—sonrió Águila Roja.
Así pertrechados, y felices como solo pueden estarlo dos aventureros que han cumplido una peligrosa misión, los dos amigos se sentaron en la mesa redonda compuesta por un neumático viejo y una tabla de madera deslucida y se dispusieron a disfrutar del manjar. Águila Verde se preparó un vaso de leche en la Taza Mágica y cogió tres galletas a la vez. Vio por el rabillo del ojo como Águila Roja cogía cuatro galletas. ¡Mecachis! Luego cojo cinco. Cuando se disponía a llevarse las galletas a la boca sonó una voz melodiosa a través del túnel secreto que llevaba a su guarida.
—¡Joan, Nachete! Subid, por favor.
Silencio.
—¿Joan? ¿Nachete? Chicos, venga, que tengo que contaros una cosa.
Otro silencio sepulcral acompañó a esta segunda llamada.
—¡Ah! Ya entiendo.—dijo la voz suave, aunque potente—¡Aquí Gran Sabio llamando a la Patrulla Águila! Se solicita su presencia urgentemente, hay un nuevo reporte de situación que deben escuchar. La situación es crítica. Repito, ¡aquí Gran Sabio llamando a Patrulla Águila!
Antes de que estas palabras terminaran de pronunciarse, un terremoto sacudió el túnel y por la salida se precipitaron los dos miembros de la Patrulla Águila con sendos cascos de color rojo y verde. Tan grande fue su ímpetu por conocer las nuevas noticias, que tropezaron al salir y cayeron a los pies del Gran Sabio, siendo éste incapaz diferenciar qué piernas o qué brazos pertenecían a cada uno de los aventureros. Con gran trabajo se pusieron en pie, soltando Nachete una maldición al golpearse la cabeza con una balda muy mal colocada a la salida de su guarida, y se prepararon para recibir la nueva información.
—¡Nachete! Quiero decir… Águila Roja, ¿por qué te vuelves a frotar la cabeza?
La mirada fulminante de su amigo fue suficiente para entender que no debía seguir preguntando, así que dirigió su mirada hacia el Gran Sabio, que paseaba arriba y abajo frente a ellos. Se encontraban en la antesala del Castillo de las Mil Maravillas, la morada del Gran Sabio. La luz del atardecer se filtraba por la puerta de cristal que cerraba el acceso a la gran terraza, donde descansaba Brun, el enorme lobo albino que custodiaba el castillo. Los aventureros esperaban, en fila y con sus cascos mágicos puestos, a que el Gran Sabio empezara a hablar. El crepitar de las llamas en la chimenea acompañaba ese momento solemne.
—Bueno, Patrulla Águila. Las noticias no son muy buenas.—dijo el Gran Sabio con cara de preocupación— La situación se está agravando tras los muros del castillo. Los Bárboles se están volviendo cada vez más osados y han diseñado un nuevo ataque mágico que convierte en Bárbol a cualquiera que lo recibe. Nadie está a salvo. Cuando un afectado por este ataque toca a otro humano, también se convierte en Bárbol. Lo único que puede ayudarnos a sobrevivir es proteger el castillo y permanecer aquí hasta que el mal pase, pues mis investigaciones me han ayudado a descubrir que el agente mágico utilizado pierde su poder con el tiempo.
—Pero, Gran Sabio, ¿no podemos salir a inspeccionar el Bosque Secreto? Creemos que el Indio Fu puede haber descubierto nuestra segunda guarida y estamos preocupados por si nos ha robado.—preguntó Águila Roja.
—Me temo que no. Si lo hacéis, los Bárboles os darán caza y os perderemos para siempre. Temo que os destruyan y no que os conviertan en Bárbol, y no puedo permitirme perder a mis dos mejores guerreros. Además, estoy seguro de que el Indio Fu también está en su morada principal, recodad que también él pelea contra los Bárboles.
—Es verdad. Pero nosotros somos muy fuertes y podemos luchar contra cualquier mal.—añadió Águila Verde sacando bola con el brazo derecho.
—Lo sé, pero los Bárboles son demasiados. Debemos esperar a que los Bárboles temporales, los afectados por el ataque mágico, dejen de serlo, y entonces podremos acabar con ellos de una vez por todas. Los buenos héroes saben esperar el momento correcto, y no espero menos de vosotros.
—¡Ya entiendo!—dijo Águila Roja.—solo debemos esperar y entonces… ¡BAM! ¡Fuera Bárboles para siempre! Bien, bien. Esperaremos. Ahora, vámonos compañero, acabo de recordar que tenemos una misión que cumplir.
—¿Acabarnos las galletas? Tengo hambre.
Pero la pregunta de Águila Verde cayó en saco roto, porque Águila Roja se dirigía, imparable, hacia la entrada de las cocinas. ¿Qué estaría tramando su amigo?, pensó Águila Verde. Como no tenía ni idea, salió disparado tras él con la intención de preguntarle. Antes de salir, se giró para comprobar que la entrada de su guarida estaba bien cerrada, que así era, y vio al Gran Sabio salir a la terraza a saludar a Brun, la enorme bestia blanca.
Llegaron a la puerta de las cocinas y se escondieron, por la parte de fuera, con la espalda pegada a la pared. Se miraron y Águila Roja se llevó un dedo a los labios, indicando silencio a su compañero, a lo que Águila Verde respondió levantando los hombros y mostrando las palmas hacia arriba, preguntando que qué estaba pasando.
—Tenemos que encerrar al Trol para poder coger alimento cuando queramos. Es la única manera. Si no lo hacemos, nunca más podremos volver a las cocinas y moriremos de hambre.—susurró Águila Roja, viendo que su compañero de batallas no se enteraba de nada.
Águila Verde asintió.
Se aproximaron lentamente y en silencio al marco de la puerta. En el aire flotaba un olor dulce, familiar, que volvió a recordar a Águila Verde que no había tenido oportunidad de dar cuenta de sus manjares. El burbujeo que sonaba revelaba que el Trol de las Cocinas estaba preparando alguno de sus brebajes, probablemente alguna poción asesina, aunque también podía ser la cena del Gran Sabio, nunca se sabía.
—¿Cómo lo hacemos?—preguntó Águila Roja girándose hacia su compañero, que estaba tras él.
—Tengo una idea. Déjame a mí. Conseguiré que el Trol entre en las mazmorras, pero te necesito. Escúchame bien o estamos perdidos: cuando salga corriendo, ve hacia la entrada de las mazmorras y escóndete tras ella. Ten preparada la llave, está en la balda donde te has dado el golpe en la cabeza. En cuanto el Trol entre, cierra con llave. ¿Entendido?
Águila Roja hizo un gesto afirmativo y dejó pasar a su compañero, que se ajustó bien el casco verde para que no se cayera, y asomó la cabeza para ver el interior de la cocina. Allí estaba el Trol, de espaldas a ellos, concentrado en los fogones y removiendo una pócima que preparaba en una alta olla de barro. Una espiral de humo verde espeso se perdía en los oscuros techos de piedra. El Trol era un ser horripilante; medía casi tres metros, tenía los ojos inyectados en sangre y la piel, cubierta de enormes verrugas peludas, era de color gris oscuro. Junto al Trol reposaba su garrote, apoyado en una de las paredes y siempre listo para entrar en acción. El olor dulce que habían percibido desde la antesala se mezclaba ahora con otro olor nauseabundo, como a podrido, que provenía del asqueroso ser y que impregnaba el ambiente.
Águila Verde arrugó la nariz, tomó aire, y salió disparado hacia el Trol confiando en que su compañero haría los movimientos acordados. La bestia se giró hacia él con sus ojos asesinos marcados por la sorpresa. Cuando entendió lo que pasaba, se abalanzó sobre su garrote pero, antes de que pudiera cogerlo, Águila Verde robó de la olla el cucharón de madera con el que el Trol removía su pócima y salió corriendo por donde había venido, esquivando por poco el garrote, que pasó silbando a pocos centímetros del casco verde. Sus piernas se movían como pistones de una locomotora fuera de control, empujándole a la velocidad del rayo en dirección a la entrada de las mazmorras. La puerta estaba totalmente abierta y pidió por favor que su compañero estuviera tras ella. Los pasos del Trol persiguiéndole retumbaban en el suelo de piedra y se mezclaban con los gritos que emitía con una voz de ultratumba:
—¡Ven aquí! ¡Ladrón! ¡DEVUÉLVEME MI CUCHARÓN!
Águila Verde entró como una bala en las mazmorras, esperando que su memoria no le fallara y, ¡sí!, allí estaba el ventanuco por el que él sí cabía y el inmenso Trol no. Se subió de un salto a la taza del váter que había en las mazmorras y esperó a que los gritos del Trol estuvieran más cerca. Cuando vio al Trol entrar, lanzó el cucharón por la ventana y saltó con todas sus fuerzas hacia aquel cuadrado de libertad por el que se filtraban las últimas luces del atardecer. Se agarró con todas sus fuerzas al marco y se izó en vilo. Cuando ya solo quedaban las piernas sacar por de la mazmorra, escuchó la puerta cerrarse y el “click” de la cerradura. ¡Bien hecho, Águila Roja! Una sonrisa se dibujó en su rostro e imaginó cómo iba a celebrar esta nueva victoria con su amigo.
Entonces, cuando ya casi estaba fuera, una garra viscosa se cerró alrededor de su tobillo.
—¡Te cogí! ¡Granuja!—rió el Trol con voz cavernosa.
—¡No! ¡No! Suéltame, ¡Bicho asqueroso!
Por toda respuesta, el Trol cerró más su garra y empezó a tirar del aventurero hacia las mazmorras. Águila Verde estaba perdido, no podía competir con la fuerza de su adversario.
Cuando ya pensaba que no iba a aguantar más y valoraba dejarse vencer, apareció Águila Roja en el patio al que daba el ventanuco. Llevaba una cuerda en las manos con la que hizo un lazo. Cogió carrerilla y lanzó la cuerda a su compañero.
—¡Pásatelo por debajo de los brazos! ¡Rápido!
—¡Ya está! ¡Estira, vamos!
Águila Roja tiró con todas sus fuerzas a la vez que Águila Verde tensaba todos sus músculos apoyándose en el marco de la ventana. Poco a poco fueron ganando centímetros hasta que el Trol no pudo más y soltó a su presa, que salió volando por los aires los dos metros que llevaban al suelo del patio del castillo.
El porrazo fue enorme. Águila Verde cayó sobre su compañero, que salió disparado hacia atrás por la fuerza del impacto. Por el ventanuco sonaban los gritos y golpes del Trol, que había perdido completamente el juicio.
—¡Joan, Nachete! ¡Sacadme de aquí ahora mismo! ¡AHORA MISMO! ¡Clara, ven por favor! ¡Los niños me han encerrado en el baño! ¡Ayuda! ¡SOCORRO! ¡Se van a quemar las lentejas!
¿Cómo sabría el Trol sus nombres? No tenía mucha importancia, pensó Águila Verde mientras veía cómo su compañero se levantaba del suelo y guardaba la llave de las mazmorras. Se miraron el uno al otro y se felicitaron por esta nueva hazaña mientras se dirigían al interior del castillo, con los gritos del Trol de fondo. Llegaron a la cocina, por fin desierta, cogieron el bote grande de Cola Cao y bajaron a su guarida, donde disfrutaron del manjar que habían dejado a medias, aderezado con un buen Cola Cao, mientras comentaban las nuevas noticias sobre el ataque global de los Bárboles.
Desde luego, con aventuras como la que habían tenido, el encierro iba a ser mucho más entretenido, decidieron los aventureros.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]