[vc_row][vc_column][vc_single_image image=»932″ img_size=»full» alignment=»center»][vc_single_image image=»960″ img_size=»full» alignment=»center»][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]19 de Junio, 2019 – Rubén
El cuerpo flotaba en el mar.
En su mar.
El olor a playa (a su playa) se mezclaba con otro olor que no lograba identificar. La mezcla le daba náuseas y una arcada amenazó con proyectar, sobre el suelo de roca, el poco desayuno de ese día. No conseguía apartar su mirada del cadáver, que se mecía con las suaves olas y se golpeaba, casi podría decirse que con cariño, contra la entrada de la cueva. El cuerpo estaba hinchado y lleno de heridas. Él no era un experto, pero parecía que llevaba bastante tiempo en el mar.
Era diecinueve de junio y justo ese día habían terminado las clases en el Instituto Virtus. El último acto fue un minuto de silencio por la desaparición de Rocío, aquella chica de primero. Al principio, su desaparición había sido el único tema del que se hablaba en el colegio. El problema es que el tiempo pasaba y hacía meses que los periódicos no publicaban nada, la policía no avanzaba, o eso decían en el insti, y la cosa ya empezaba a enfriarse. Las cosas malas se olvidaban muy rápido en Portals Nous.
Rubén había salido bastante contento del instituto. Mientras volvía a casa iba pensado que aquel año no le había ido tan mal. Las había aprobado casi todas. Un par para septiembre. Si lo comparaba con el año anterior había sido todo un éxito, aunque sabía que en casa no lo verían así. Ya podía imaginar a su madre montando el circo trimestral que suponía la entrega de notas. Que si qué vergüenza es esto, que si no piensas pasar limpio ningún año, que cómo iba a mantener el estatus de la familia con esa mierda de notas. Todavía no había entendido que él no quería trabajar con las putas vacas de su padre, que le daba exactamente igual el dinero que pudiera ganar y que no le importaba el maldito estatus de la familia, que le costaba muchísimo concentrarse y estudiar y que lo hacía por ellos. No entendían nada. Así que decidió dar una vuelta antes de ir a casa y pasar por la cueva del moro, su refugio, su segundo hogar, allí a donde iba cuando necesitaba estar solo. Qué importante era tener algún sitio en el que refugiarse cuando el mundo se derrumbaba a su alrededor, cuando necesitaba un poco de aire, cuando quería abstraerse del mundo y valorar los problemas con un prisma diferente.
Bajó perdido en sus negros pensamientos por la calle California. Hacía un calor del demonio y rompió a sudar. Lo que le faltaba, su madre siempre le decía que olía fatal y, aunque su mente racional le decía que no pasaba nada, no podía evitar sentirse culpable.
A medida que bajaba le llegó el olor a mar. A playa. A verano. A felicidad absoluta con dos meses de vacaciones por delante, aunque tuviera que estudiar un poco. Se imaginó la zambullida desde lo alto de la roca, el agua fría acariciándole el cuerpo, la sal en la boca, poder apagar el ruido del mundo simplemente metiendo la cabeza bajo el agua, y poco a poco la brisa marina fue abriendo claros en su humor de perros.
El mar era un bálsamo que necesitaba a menudo para no volverse loco. Desde que su familia había aceptado que él era Rubén, y no Paula, todo había sido más fácil, pero aun así notaba las miradas de decepción que le dirigía su padre cuando pensaba que no le veía. Su padre, ahora jubilado pero igual de ausente como cuando trabajaba catorce horas al día. Siempre tan metido en su papel de ejecutivo ocupado y siempre tan cobarde como para defenderle de los ataques constantes de su madre. Su padre, que había girado la cara cuando Rubén le pidió ayuda, que le había abandonado y había seguido fingiendo que no pasaba nada, que lo de su hijo era un capricho, que ya se le pasaría. ¿De qué coño servía ser multimillonario y pagar los mejores colegios si luego no podías estar con tu hijo? Recordar la indiferencia de su padre le hacía daño, así que intentó seguir los consejos de su psicólogo y dejar de pensar, buscar otro foco y, como pasaba muy a menudo, volcó sus pensamientos en Felipe.
Menos mal que Rubén podía contar con Felipe, que siempre le había entendido, desde que iban juntos al colegio Migjorn de primaria. Él siempre supo que su amiga Paula era un chico encerrado en un cuerpo que no tocaba y le aceptó como uno más: He dicho que Paula juega al fútbol en nuestro equipo, ¡Y sanseacabó! A Rubén se le dibujó una sonrisa a la cara cuando se acordó de Felipe defendiéndole en el colegio, una y otra vez. Felipe siempre había estado con él en todo, le había apoyado cuando decidió empezar a tomar hormonas para tener el cuerpo que él quería, y le acogió el día que discutió con sus padres y se fue de casa.
Se sorprendió cuando llegó a La Calita. El trayecto se le había hecho corto y la visión del mar terminó de suavizar su mal humor. Ya había bastantes guiris en la playa. Rubén se puso la gorra del revés y se dirigió hacia el pequeño sendero ascendente que arrancaba en el lado izquierdo de la playa. Subió tranquilamente por las rocas que llevaban a la cueva y, como había hecho tantas veces antes, se descolgó por la pendiente de roca para llegar a la entrada de la cueva. Cuando estaba a punto de llegar ya notó algo raro. Algo no iba bien, se percibía en el ambiente. Hacía más de frío que de costumbre y empezó a notar un olor desagradable, dulzón a la vez que rancio, que le llenaba la nariz y no le dejaba disfrutar del olor a salitre que normalmente impregnaba su cueva. Fue entrando poco a poco hasta el fondo mientras escuchaba el eco de las olas hasta donde la cueva se abría al mar, y fue entonces cuando lo vio: un cuerpo, o eso parecía; muy hinchado, los labios azules, muchos cortes y heridas, olía fuerte y se balanceaba siguiendo el vaivén de las olas del mar. Rubén se quedó paralizado sin poder apartar la vista de aquellos ojos sin vida, no sabía muy bien qué hacer, pensó en salir corriendo y no decir nada, pero cómo iba a hacer eso, no hubiera podido dormir nunca más. Tengo que llamar a la policía, eso es, llamar a la policía. Céntrate, Rubén. Temblando, se giró para sacar el móvil de la mochila y no vio la sombra que apareció desde detrás de un saliente y se acercó a él por la espalda. Lo último que notó fue una mano atenazándole la garganta y un pinchazo en el cuello.
23 de Junio, 2019 – Germán
Desde que habían reformado The Duck ya nada era lo mismo. A él le gustaba la vieja taberna para clientes fieles, aquella con la barra de madera desgastada de tantos codos reposados en ella, con ese olor a bar de toda la vida para guiris de toda la vida, donde un mallorquín como él se sentía como si estuviera en un pub de Dublín en una tarde lluviosa. No entendía por qué habían tenido que hacer aquella reforma monstruosa y convertir el mejor bar de Portals Nous en uno más, en otra modernez asquerosa en la que nadie se sentía en casa, en otro bar más en el que turistas de un día pasaban a tomar una sangría de brick en vaso de litro para no volver nunca más. Puta mierda de progreso.
Aun así, eran las once de la mañana cuando Germán entró en el nuevo The Duck (era muy difícil deshacerse de las viejas costumbres) y pidió su primera pinta del día. Por lo menos seguían sirviendo Guinness. John, uno de los dos camareros y otro de los detractores de la mierda de la reforma, le acercó a Germán el Diario de Mallorca junto con su anhelada pinta. Era su momento del día: primer sorbo de Guinness, leer los titulares y coger energía para seguir buscando, indagando, siguiendo hilos que nadie más quería seguir. A aquella hora casi no había gente en The Duck, pero eso a Germán le daba igual; con tener su pinta, su periódico y un par de rayos de sol en la espalda era más que suficiente. Era el único momento del día en el que se permitía desconectar. Por eso, no había nada peor para Germán que no disfrutar de esos minutos, pero el titular de aquel día consiguió que se atragantara con el segundo sorbo y, para su sorpresa, consiguió que no le importara en absoluto. Devolvió la Guiness a la barra y se puso rígido. Leyó y releyó la noticia unas diez veces y tomó una decisión.
— Ana, ¿Me cobras por favor?
Pagó la cuenta a la guapa y silenciosa camarera, dejó su euro de propina habitual y se marchó de The Duck a las once y cuarto de la mañana rompiendo su, hasta ese día, rígida rutina matinal. Subió al Porsche Macan y fue directo a su casa en Costa d’en Blanes, en lo alto de aquella pequeña colina con vistas espectaculares a las playas de Portals Nous. Entró en el estudio y se detuvo un momento a mirar el corcho. Ese corcho que ocupaba toda una pared y que era el objeto de su obsesión, el lienzo donde volcaba toda la información que encontraba en sus infinitas búsquedas en internet. Ahora no era el momento. Se giró y se dirigió hacia el enorme ventanal, que ocupaba justo la pared opuesta al corcho. Tampoco se paró a disfrutar de las vistas que tenía desde aquel privilegiado mirador, no estaba para contemplaciones.
Se sentó en la enorme mesa de caoba y sacó la agenda de teléfono donde guardaba los números que nunca se guardaban en digital. Giró noventa grados en la silla hasta encararse con un archivador enorme. Abrió el último cajón y eligió uno de los teléfonos desechables BIC, lo encendió y lo dejó junto a la agenda que acaba de sacar. Buscó el número en la agenda que tenía frente a él. Estaba casi seguro de la respuesta que iba a recibir, pero tenía que hacer la llamada, no podía no hacerla.
— Inspector Mora, dígame.
— Buenas tardes, Joan, soy Germán de Suances-Gómez. Creo que todo ha vuelto a empezar.
— Hola, Germán, qué sorpresa. Hacía años que no hablábamos. Supongo que has visto el periódico, ¿No? ¿Todavía sigues con toda aquella locura? Pensaba que habías conseguido rehacer tu vida. Te lo voy a dejar claro desde el principio: Como me toques los cojones la mitad de lo que lo hiciste hace cinco años te pasarás los próximos diez entre rejas. ¿Me has entendido?
— ¿Vas a llevar tú el caso? No me escuchasteis la última vez y está volviendo a ocurrir. Ese chaval, Rubén, ¿Sabes de quién era hijo? ¿No ves el paralelismo? Está volviendo a ocurrir, Joan.
— Germán, no estoy para tonterías. Tenemos dos cadáveres y tengo trabajo para parar un tren. No sé cómo has conseguido mi número pero no me vuelvas a llamar. Y te lo digo en serio, quédate al margen o te arrepentirás.
— ¡¿Cómo que dos cadáveres?! ¿Qué coño está pasando, Joan? ¡Tenéis que escucharme!
Pero el inspector Mora ya había colgado el teléfono. Germán se levantó, temblando de pies a cabeza, y lanzó el teléfono desechable contra la pared con tanta rabia que éste explotó como si le hubieran puesto una bomba dentro. Estaba volviendo a pasar e iban a volver a mirar hacia otro lado, la historia se repetía. No podía ser verdad.
Cayó como un peso muerto sobre la silla, respiró hondo varias veces y tomó la segunda decisión del día. Encendió el ordenador y se pasó el resto del día buscando noticias relacionadas con la muerte de Rubén. No paró hasta que averiguó quién era esa segunda víctima. Hacía ya años que le daba igual entrar en los sistemas informáticos que hiciera falta; si tenía acceso legítimo, bien, si no, también. Así que cuando llegó al informe de la autopsia de ese segundo cadáver y leyó su nombre, cuando confirmó sus sospechas, el poco mundo de cartón piedra que había conseguido montar a su alrededor se vino abajo como un castillo de naipes y supo, con total certeza, que no se había equivocado. Todo había vuelto a empezar.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]