[vc_row][vc_column][vc_single_image image=»1221″ img_size=»full» alignment=»center»][vc_single_image image=»1222″ img_size=»full» alignment=»center»][vc_column_text]En capítulos anteriores:
Toda esta historia comienza con la muerte de Rubén Gorrochategui, un joven estudiante del Instituto Internacional Virtus, en junio de 2019. En el capítulo dos (2014) conocemos la muerte de Jimena, hermana de Germán de Suánces-Gómez, a manos de algún asesino misterioso. En el capítulo tres (2019) Germán repasa información sobre la serie de asesinatos de 2014 y toma una decisión importante. En el capítulo cuatro (2019) una figura encapuchada visita un viejo sótano en la Calle de las Flores para hablar con Ana y planificar un asesinato. En el capítulo cinco (2019), Germán consigue ganarse un poderoso aliado: el empresario bovino Javier Gorrochategui, con el que comparte toda la información que ha ido recabando en los últimos cinco años. Ahora llegamos al capítulo seis, y… sigue leyendo 🙂
23 de mayo, 2014 – Andrés Muiño
—Caballeros, por favor, tomen asiento.
Andrés Muiño estaba enfadado. Muy enfadado. Alguien le estaba tocando las pelotas y lo iba a pagar muy caro —No se juega con Andrés Muiño.—. Hacía tres días que el cadáver de su hija había aparecido en el maletero de su Mercedes-AMG Roadster y habían estado a punto de detenerle. Consiguió escaquearse porque pudo demostrar que estaba fuera de Mallorca en el momento del asesinato, pero no estaba libre de sospecha todavía; ni mucho menos. En honor a la verdad, no le tenía especial cariño a su hija, como no se lo tenía a nada que no fuera él mismo, pero nadie se había atrevido nunca a tocar un pelo a Andrés Muiño o a los suyos. Esa clase de ataques, en el particular mundo de Andrés, se pagaban caros. Muy caros.
Cuando los cuatro invitados estuvieron sentados alrededor de la mesa de granito de su mansión frente a La Calita, Andrés tomó asiento con cara solemne. Cerró los ojos y respiró profundamente, demostrando que estaba a la par concentrado y triste. El reloj de pared, de oro macizo, marcaba las 18.07 del 23 de mayo de 2014. Una brisa marina entraba por el ventanal parcialmente abierto. Abrió los ojos y paseó la mirada por cada uno de los hombres allí sentados: Alexander Karlsson —el magnate de los muebles baratos—, Nasir al Maloouf —el rey del petróleo—, Ramón de Suances-Gómez —el dueño de las mejores cepas de cultivo del mundo— y José Luis Ramírez —el mayor vendedor de armas de España—. Un elenco digno de un palco VIP del Real Madrid.
—Buenas tardes, señores, gracias por venir.
—Espero que tengas una buena razón para que esté aquí, Andrés.—Le interrumpió Nasir al Maalouf con cara de pocos amigos.
Los cinco hombres sentados en aquella mesa eran ricos. Inmensamente ricos, para ser exactos. Pero Nasir era, con diferencia, el más rico de todos. Eso hacía que ese moro arrogante se creyera un semidiós con potestad para tratar a todo el mundo como si fuera mierda. Andrés hizo un esfuerzo por no partirle la cara. Necesitaba a ese perro asqueroso, se recordó. Los necesitaba a todos si quería que su particular vendetta funcionara.
—Nasir, si me dejas hablar entenderás por qué he insistido tanto en que vinierais hoy. Te puedes imaginar que yo tampoco estoy en mi mejor momento.
José Luis, Ramón y Alexander, el hombre de hielo, observaban aquella particular pelea de gallos sin intervenir.
—Más te vale, traficante, más te vale.
Andrés ignoró del insulto del magnate del petróleo y cogió aire. Todos estaban muy irascibles esos días porque ninguno había conseguido la más mínima pista sobre los asesinatos de sus hijos, y eso, a hombres acostumbrados a conseguirlo todo a base de talonario, no les gustaba. No les gustaba nada.
—Bueno, voy a volver a empezar: Buenas tardes a todos y gracias por venir. Sé que todos estamos pasando momentos muy difíciles, pero también sé que justamente nosotros cinco estamos acostumbrados a pelear contra viento y marea para conseguir lo que queremos.
»No vamos a poder recuperar a nuestro hijos, porque eso es algo que ni siquiera nosotros podemos conseguir, pero sí podemos coger al desgraciado que nos ha hecho esto y hacerle pagar, digamos «a nuestra manera», por haberse atrevido a tocarnos.
—¿Cómo estás tan seguro de que es la misma persona, Andrés?—Intervino Ramón. Andrés pensaba muchas veces cómo cojones ese marica había conseguido llegar a donde estaba. Cada vez que hablaba con él le daban ganas de darle un guantazo.
—Ramón, vamos a ver, amigo, ¿de verdad te planteas cualquier otra cosa? En este pueblo de mierda no viven más de dos mil personas en invierno, no ha habido nunca ningún problema más allá de alguna pelea de guiris o de alguna redada para tocar los cojones a los millonarios que se meten coca. Y ahora ha habido cuatro asesinatos en menos de cinco meses. Cuatro asesinatos de cuatro chavales jóvenes, hijos de cuatro de los hombres más poderosos del mundo. ¿De verdad crees que existe la más remota posibilidad de que esto sea casualidad?
—Tiene razón, Ramón.—esta vez fue Alexander, el sueco, el que intervino— Todos lo pensamos. Yo no he conseguido nada desde enero, no sé ni dónde está mi hijo, o lo que queda de él. Sigue, Andrés, por favor.— A Andrés le sorprendía que aquel nórdico que llevaba tan poco tiempo en España hablara español casi tan bien como él, pero no se hizo preguntas porque eso facilitaba mucho la comunicación, así que siguió a la suyo. Andrés no le daba muchas vueltas a las cosas que funcionaban. Dirigió sus ojos hacia Ramón y luego hacia Nasir, que seguía con la misma cara agria, y continuó hablando.
—Vamos a ver, todos sabemos que algún hijo de puta está castigando a las familias más ricas del mundo. Probablemente sea algún rojo comunista, o algún ecologista de los huevos. Estoy hasta los cojones de aguantar a esos rojos, vagos de mierda, que todo el día lloran y no han hecho nada más con su vida que pedir, y pedir y pedir. Creo que alguno de esos mierdas ha decidido que nosotros tenemos la culpa de que sean pobres como ratas y, como no son lo suficientemente hombres para enfrentarse a nosotros, han decidido ensañarse con nuestros hijos.
»Lo que pasa es que el cabrón que está haciendo esto es listo. Muy listo. Y sabe lo que hace. Así que si no podemos pillarle, vamos a hacer que cometa un error, y entonces será nuestro.
—Andrés.—intervino José Luis Ramírez, el único que todavía no había tomado la palabra.—¿Qué hago yo aquí? Siento de verdad vuestras pérdidas y, si puedo hacer algo, ya sabéis que podéis contar conmigo, pero yo no tengo nada que ver con esto.
—José Luis, José Luis… Tú vendes armas, amigo. Tú te encargas de que pandas de negros se maten unos a otros en lugares de África que no sé ni pronunciar. Tu fortuna se levanta sobre la sangre de miles de personas. ¿De verdad te crees que estás a salvo de esta purga?
Un silencio denso se impuso sobre los cinco hombres mientras todos meditaban las últimas palabras de Andrés Muiño. Fue Nasir el que tomó la palabra:
—¿Qué propones?
—Como siempre, señores, todo lo que se hable aquí no sale de estas paredes.
Todos los hombres sentados a la mesa asintieron y Andrés siguió hablando.
—Perfecto. La idea es la siguiente:
»Todos sabemos quién es Catalina Lladó, esa comehierba asquerosa del GOB. Estoy cansado de que me pare promociones inmobiliarias, o de que le toque los huevos a Ramón con los cultivos. A tí, Nasir, te ha jodido todas las potenciales prospecciones en el mediterráneo. A José Luis ha conseguido pararle las exportaciones a Arabia Saudí, y está a punto de conseguir unos aranceles tan altos para importar maderas del Amazonas que Alexander va a tener que fabricar los muebles con barro. Esta puta no entiende lo que es el progreso y hacia dónde va la humanidad, no entiende que sin hombres como nosotros el mundo se iría a la mierda en menos que canta un gallo.
»Os propongo que guiemos al asesino hacia ella, que le obliguemos a golpear donde no quiere golpear. Si lo conseguimos, estoy convencido de que cometerá errores y de que seremos capaces de seguirle la pista.
—¿Quieres que asesinemos a Catalina Lladó?—preguntó Ramón con los ojos como platos.
—Claro que no.—Definitivamente, ese hombre era idiota.— Quiero que guiemos al asesino hacia su hija. Quiero que aprovechemos que tenemos al primo de Jack el Destripador aquí en Portals para quitarnos de encima a uno de nuestros peores enemigos, y que eso nos ayude a encontrar al escurridizo asesino. Y aquí es donde tú juegas un papel clave, José Luis. Tú y tu hija Rocío, para ser más exactos.
—¿Cómo?—José Luis no entendía hacia donde iba Andrés Muiño, pero no le gustaba nada.
—Quiero que hagamos creer al asesino que la hija de Catalina es Rocío, y que acaben con ella antes de darse cuenta del error.
—No puedes estar hablando en serio. Ni de coña. No quiero saber nada más de esto.—José Luis Ramírez se levantó y se dirigió hacia la puerta con paso firme. La voz de Andrés sonó cuando tenía la mano en el pomo.
—Si sales por esa puerta, José Luis, puedes buscarte otro acreedor para la deuda con los moros. Y creo que lo vas a tener difícil.
El dueño del tráfico de armas en España se congeló tras las palabras de Andrés Muiño, que sonreía con suficiencia. José Luis giró lentamente sobre sus talones y miró fijamente al narcotraficante reconvertido en empresario. Ambos se sostuvieron la mirada hasta que el magnate del armamento bajó la vista, derrotado por el poder del mismo dinero que ansiaba respirar. Lentamente volvió a su silla y tomó asiento de nuevo.
—Así me gusta. Ya verás como no es para tanto, hombre. Tu hija se iba en unas semanas a California a estudiar, ¿no?
—Pasado mañana. Se va pasado mañana.—contestó el vendedor de armas con voz ahogada. Gotas de sudor empezaban a perlar su frente.
—Mejor todavía. Necesitamos hacerle saber al asesino que tu hija estará sola un tiempo a lo largo del día de mañana. Tú puedes tener un viaje y tu mujer te acompañará. La única diferencia será que no será tu hija la que esté sola. Será Teresa Lladó, la hija de Catalina. ¿Has vendido ya el armamento a Boko Haram?
—No entiendo qué tiene que ver…
—¿Se lo has vendido o no?
José Luis agachó todavía más la cabeza. No estaba acostumbrado a que le humillaran de aquella manera, pero si quería vender los tanques a Arabia Saudí necesitaba al narco, su dinero y sus influencias en el Gobierno.
—Les llega en unas semanas, pero sabes que si me preguntan la respuesta va a ser que no hemos vendido esas armas ni oficial ni extraoficialmente.
—Quiero que lo publiques. Mañana. Quiero que todo el mundo sepa que José Luis Ramírez vende armas a grupos extremistas. No publicarlo directamente, lógicamente, pero sí filtrar alguna noticia que te vincule sin ponerte en un apuro. Si no me equivoco, eso hará que el asesino se enfade, y mucho.
—Estás loco.
Andrés hizo caso omiso del comentario de José Luis y de las caras de incredulidad de todos los demás, excepto del sueco, que le miraba fijamente convertido en una estatua de algún dios vikingo.
—En esa misma noticia publicaremos que mañana te vas de viaje a una serie de reuniones en Arabia Saudí para solucionar el tema de las exportaciones y que tu mujer te acompaña. También dejaremos claro que tu hija se va a estudiar a Estados Unidos pasado mañana.
»Esta misma noche vas a mandar a tu hija y a tu mujer a casa de Ramón y se van a quedar allí una temporada. Tienen que estar bien calladitas. Rocío no se va a ir a California hasta de aquí unas semanas.
»Nasir, necesito que consigas a Teresa Lladó y que la lleves a casa de José Luis mañana por la mañana. Sé que ya lo has hecho más veces, así que no me pongas problemas. No quiero saber cómo vas a hacerlo.
Andrés sabía que aquel era un momento clave. De todos los invitados, el más orgulloso era el moro, pero era el más necesario. Nasir al Maalouf sopesó las palabras de Andrés. En sus ojos oscuros se leía el dolor por el asesinato de su hija Fátima y las ganas de atrapar al cabrón que había hecho aquello, pero también se veía que no le gustaba recibir órdenes de alguien como el narcotraficante. En la balanza de las decisiones, la sed de venganza ganó.
—Está bien, narco, la tendrás mañana.
—Gracia, Nasir. Alexander, quiero que montes un operativo para vigilar la casa de José Luis. Llévate a los dos matones esos que van siempre contigo vestidos de hombres respetables. Nunca llaman la atención. Tenemos que controlar todas las entradas y salidas. Cuando lo cojas, nada de policía, lo traes aquí para que hablemos tranquilamente.
»Si todo sale como he pensado, el asesino querrá ir a por José Luis y verá una oportunidad de oro en el viaje. Si no actúa mañana, su hija se irá a Estados Unidos y lo tendrá mucho más difícil, así que no le quedará otra. Y cuando salga con el cadáver de Teresa Lladó, estaremos esperándole para darle el recibimiento que merece.
—Andrés… Es mi hija. No me puedes pedir que la ponga en peligro de esta manera, por favor.
—Es cuestión de tiempo que vayan a por ti, José Luis, solo vamos a adelantarte un poquito en la lista negra y, con suerte, a salvar a tu hija y a muchos más.
A medida que Andrés hablaba, el ambiente en la mesa había ido evolucionando desde la más absoluta incredulidad a una ligera aceptación. Ahora, tras las últimas palabras, todos entendían qué se proponía hacer el narcotraficante. Y, excepto al traficante de armas, no parecía generarles ningún remordimiento.
—¿Tú qué vas a hacer, Andrés?—inquirió el sueco con voz átona.
—Yo me encargaré de que Catalina Lladó no sea un problema.—la sonrisa lobuna en el rostro de Andrés Muiño no presagiaba nada bueno para la dirigente del GOB. A ninguno de los hombres allí reunidos le hubiera gustado estar en el pellejo de Catalina Lladó.
Los cinco hombres se miraron en silencio y, uno a uno, fueron asintiendo. El último en hacerlo fue José Luis Ramírez, que trató de disimular sin mucho éxito el nudo que se le había hecho en el estómago.
Andrés Muiño estiró el brazo izquierdo hacia su maletín y sacó cinco teléfonos desechables que repartió entre los asistentes.
—Mañana los encendéis. Ya tienen los otros cuatro números grabados. Nada de teléfonos personales. ¿Todo claro? José Luis, quédate un rato, por favor, vamos a hablar con el director del Última Hora, seguro que estará encantado de publicar una bomba de este tipo.
Andrés acompañó a la puerta a Nasir, Ramón y a Alexander y volvió con su macabra sonrisa hacia José Luis, que esperaba al narcotraficante sudando por todos los poros de su piel.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]