[vc_row][vc_column][vc_single_image image=»1011″ img_size=»full» alignment=»center»][vc_single_image image=»1017″ img_size=»full» alignment=»center»][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]22 de junio, 2019 – Germán
Germán volvió a darle al play.
La carretera general que pasaba por Portals Nous apareció en pantalla. Al fondo de la imagen, justo al final de una curva pronunciada a derechas que subía hacia la cámara, aparecía el rótulo de la pizzería La Ópera. Siguiendo el lado derecho de la imagen se veían varios negocios. Entre la inmobiliaria adyacente a La Ópera y una casa con jardín aparecía una bocacalle que, si se seguía, llevaba a la playa. El encuadre terminaba justo al principio del local en el que ahora se encontraba el Chameli’s y que antes fue el Bar Bella Vista. A las 02.33 un BMW X6 entraba en la imagen por la zona de La Ópera y desaparecía por el otro lado de la pantalla, siguiendo la carretera. El lado izquierdo del plano estaba ocupado por un trozo de El Paseo, una obra colosal que había llevado a cabo el ayuntamiento de Calvià hacía años y que recorría todo el municipio, desde Illetas hasta Paguera. A la izquierda de El Paseo se veían, sucesivamente, las entradas a cuatro negocios: la ferretería, un alquiler de coches y un par de restaurantes. La imagen terminaba, por el lado izquierdo, enfocando la entrada a la sucursal del banco donde estaba localizada la cámara. Un reloj digital, situado en la esquina superior derecha de la imagen, marcaba las 02.34 del 25/04/2014.
Como Germán ya sabía, a las 02.36 apareció en escena “la chica de la melena”. Hacía tiempo que sabía que se llamaba Fátima Maalouf, que era hija del magnate del petróleo Nasir Maalouf, y que había aparecido ahorcada en la plaza de Portals Nous un día después de la grabación que tenía en pantalla, aunque al principio la había bautizado como “la chica de la melena” para poder referirse a ella de alguna manera. Fátima corría impulsada por la fuerza del miedo. Subía el paseo por una cuesta relativamente empinada y se acercaba cada vez más a la cámara. Quince segundos más tarde apareció la figura encapuchada, corriendo a ritmo constante y siguiendo a Fátima. A las 02.37 Fátima salió de la imagen por la esquina en la que se encontraba el banco y, justo cuando su perseguidor iba a hacer lo mismo, Germán pulsó “stop”, deteniendo al perseguidor a escasos metros de una farola.
Bendita farola.
Había hecho ese mismo ejercicio muchas veces, pero se obligaba a ver el vídeo una vez a la semana para mantenerse en forma. No quería olvidar. No quería perdonar. Esa imagen era lo más cerca que habían estado en 2014 de dar caza al asesino de los cuatro jóvenes del instituto Virtus. Al asesino de su hermana.
La imagen mostraba a una figura encapuchada vestida completamente de negro. Llevaba pantalones de montaña y una sudadera negra con capucha. Deportivas completamente negras, sin marca. Guantes también negros que parecían de cuero. Medía aproximadamente un metro y setenta centímetros y trotaba como alguien acostumbrado a correr. En el instante en que Germán había parado el vídeo, la sudadera se había corrido un poco y se adivinaba un trozo de la muñeca derecha del perseguidor. La farola iluminaba ese trozo de realidad, esa única pista. Piel blanca, muy blanca. Y una marca. Una marca oscura en la parte superior del brazo, a unos tres centímetros de la muñeca y ligeramente inclinada hacia la derecha. Una mancha con forma de herradura. Germán había consultado con varios especialistas y la teoría que más le convencía era que se trataba de un lunar, aunque también podía ser un pequeño tatuaje.
Como había hecho cientos de veces, volvió a ampliar la imagen en la pantalla de su ordenador. Un ordenador que él había montado con los mejores componentes del mercado. Se quedó mirando fijamente la imagen en el monitor Samsung, con resolución 8K, intentando ver algo que no hubiera visto todavía. Algo que le diera una pista nueva, algo de lo que tirar para encontrar al asesino. Una vez más, no encontró nada, y sintió esa leve sensación de desánimo que le visitaba a menudo desde la muerte de Jimena, aunque se repuso rápido. Tenía trabajo por hacer.
Los meses después de la muerte de su hermana fueron un infierno. Germán perdió el norte. Empezó a beber. Únicamente sumergido en whisky conseguía dormir. En el bufete esperaron tres semanas; cuando vieron que podía tardar más en volver, le enviaron una carta a casa deseándole suerte y dejando claro que, si quería jugar con los mayores, debía estar al pie del cañón. Quemó la carta. Sus padres, dentro de su dolor, intentaron ayudarle; buscaron psicólogos que no sirvieron para nada, reservaron un viaje al que al final no fueron y hasta le regalaron una casa. Nada sirvió. Al final ellos también se cansaron. Germán se mudó a su nueva casa en Costa d’en Blanes y se distanció de ellos. Siguió bebiendo e intentando entender por qué les había pasado aquello, qué habían hecho mal y por qué había tenido que pagar su hermana por ello. Su hermana, que era todo corazón.
Durante aquellos meses de locura y alcohol la culpa le atormentaba. No podía dejar de darle vueltas a la nota que había encontrado en el bolso de Jimena, de buscar un significado a aquellas palabras:
“La revolución industrial y sus consecuencias han sido un desastre para la raza humana. Los que hacen uso de la tecnología para destrozar el planeta deben pagar por ello.
Si cortas una cabeza a la Hydra, salen dos. La única manera de detener esto es que las cabezas de la Hydra piensen diferente. Debéis entender lo que significa perder lo que más se ama.”
Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que aquello tenía algo que ver con el negocio de la familia. Tenía que ser así. Su padre era CEO de Croptech, la mayor corporación del mundo en producción de semillas genéticamente mejoradas. En los años setenta desarrollaron un herbicida de amplio espectro que afectaba a cualquier planta excepto a sus cultivos genéticamente mejorados. La patente de esa tecnología hizo que la empresa se hiciera con más de la mitad del mercado de semillas a nivel mundial. El año anterior habían vendido el 49% de la empresa por 42.000 millones de euros a una farmacéutica alemana. Croptech era un gigante entre los gigantes.
La empresa había estado envuelta casi desde su nacimiento en varios casos mediáticos a nivel mundial. Aunque nunca se había podido demostrar, varias organizaciones ecologistas denunciaban sistemáticamente que los productos de Croptech producían diferentes tipos de cáncer a medio plazo, que destruían cualquier planta que no fuera la patentada por ellos, que sus herbicidas se utilizaban para limpiar campos enteros en los que poder cultivar y que, tras unos años de cultivo con sus semillas y herbicidas, la tierra quedaba completamente yerma. A todo esto había que sumar denuncias por corrupción, blanqueo, soborno… En fin, una larga lista de demandas que Croptech siempre ganaba, pero que lastraban la imagen de la compañía y, por consiguiente, la de su familia.
Aunque su padre estaba convencido de lo que hacía y de que era lo mejor para el mundo, podía haber gente que no lo viera así. La primera vez que Germán le comentó, en uno de sus pocos momentos sobrios, esta teoría, su padre no quiso saber nada el tema. Decía que aquello no tenía ni pies ni cabeza, que no tenía nada que ver con él, que aquello había sido obra de un maníaco y que tenían que dejar trabajar a la policía.
Ahora, sentado en su mesa de caoba mirando al mar, estaba convencido de que Croptech sí tenía algo que ver con la muerte de Jimena. Esa certidumbre había provocado la ruptura absoluta de la relación con su padre, que era demasiado orgulloso para aceptar cualquier crítica, cualquier error, para escuchar cómo Germán había encontrado paralelismos con el caso de Fátima, hija de un magnate del petróleo, y con el de Tobías, el chico que había desaparecido un mes antes de lo de Jimena. Tobías, igual que su hermana y que Fátima, estudiaba en el Instituto Internacional Virtus, un centro educativo para jóvenes de clase alta. Era hijo de Alexander Karlsson, un gran empresario maderero propietario de la mayor cadena de muebles de montaje rápido del mundo. Alexander, al igual que el padre de Germán, había recibido innumerables denuncias por parte de asociaciones ecologistas, asociaciones contra el progreso o, incluso, grupos amish que le acusaban de ser causante de la deforestación de selvas, sobre todo del Amazonas, y de fabricar muebles de muy baja calidad y con obsolescencia programada, generando una ingente cantidad de residuos totalmente innecesaria. El cuerpo de Tobías nunca apareció, pero Germán podía imaginar la suerte que había corrido.
Después de ver el vídeo, apagó el ordenador, se levantó y bajó a prepararse un café a la cocina. Tenía que prepararse para la visita que iba a hacer. En general, Germán comía poco. Últimamente, John, el camarero de The Duck, le decía que estaba muy delgado, pero la verdad es que le daba igual. Comer no era una de sus preocupaciones principales, así que ingería lo necesario para mantener el cuerpo funcionando y seguir buscando. Estiró la mano hacia el mueble sobre la encimera y sacó la cafetera italiana modelo Moka Express, fabricada por la empresa Bialetti, y preparó el agua y el filtro. Desde hacía cinco años Germán había dejado de utilizar cafetera de cápsulas, pero todo tenía un límite y se había hecho con la mejor cafetera italiana que encontró. Un buen café era un buen café.
Cuando hubo terminado se dio una ducha rápida, se afeitó por primera vez en dos meses y se vistió con una de sus dos camisas blancas de lino. Al pasar frente al recibidor, el espejo le devolvió una mirada hundida, unos ojos negros enmarcados en profundas ojeras que hacía años que le acompañaban. Un odio viejo, macerado, se adivinaba en el fondo de su alma. Su pelo negro, siempre rebelde, apuntaba en todas direcciones. Se vio raro. Hacía demasiado tiempo que no se afeitaba, que no dedicaba un mínimo de tiempo a cuidarse, pero la visita que iba a hacer requería un mínimo de decencia. Necesitaba generar confianza.
Se subió al Porsche, encendió el aire acondicionado para luchar contra el calor húmedo de julio, y condujo hacia las Rocas de Bendinat, un pequeño enclave situado en la costa de Bendinat; un brazo de roca que se internaba cien metros en un mar de aguas cristalinas, donde casi siempre corría una brisa que aplacaba el sol que tostaba las rocas de amanecer a anochecer. Era un lugar exclusivo, rodeado de mansiones que buscaban la privacidad de sus habitantes; un lugar para el retiro y el descanso. Un lugar para millonarios o para unos poco afortunados que habían heredado casas en aquella zona.
Al llegar al número 41 de la Avenida de Bendinat aparcó y se acercó a la barrera de madera que cerraba la entrada a la casa. Moncayo. Así se llamaba aquella casa especial, clásica, discreta y mimetizada con el entorno, muy diferente a las grandes moles de hormigón que había por la zona y que pretendían ser modernas sin llegar a ser más que engendros. El terreno era grande; un jardín de césped y palmeras precedía a la antigua casona mallorquina, de paredes blancas y persianas verdes, que emanaba paz por todos los costados. Germán podía entender como alguien como Javier Gorrochategui, que podía permitirse tener cualquiera de las mansiones de la zona, si no todas, decidía vivir en aquel lugar tranquilo y apartado. Él haría lo mismo.
No lo esperaban, pero Germán sabía que estaban en casa. Ventajas de internet. Aunque podía saltar la barrera de madera sin mucho esfuerzo, llamó al timbre y esperó hasta que llegó Manuel, el anciano jardinero que hacía las veces de mayordomo o de señor de los recados, y que le franqueó la entrada con una gran sonrisa.
—Señor de Suánces-Gómez, qué gran placer volver a verle. Hacía años que no sabíamos nada de usted.
—Hola, Manuel, ¿cómo estás? Me alegro de verte tan bien como siempre.
—Gracias, joven, pero los dos sabemos que cada día que pasa estoy un poco más cascado.—repuso el anciano sin perder un ápice de su cálida sonrisa.
—No será para tanto, hombre, que estás estupendo. Venía a ver al señor Gorrochategui, ¿está en casa?
—Sí. De hecho, le estaba esperando.
—¿Cómo?
—Así es, señor. Después de que la desaparición del joven señorito, que Dios le tenga en su gloria, el señor me comunicó que tarde o temprano vendría usted a vernos. Y así ha sido. Por favor, acompáñeme.
Germán, sorprendido, siguió al jardinero subiendo las escaleras a través del hermoso jardín. Llegaron a la sala principal de la casa, presidida por una mesa baja con dos butacones mirando al mar a través de un enorme ventanal. El aire corría a través de la ventana abierta y la estampa del mar tras el jardín era espectacular.
—Por favor, espere aquí mientras aviso al señor.
Germán asintió y se giró hacia el ventanal. Contemplar el mar le relajaba y calmaba un poco las brasas que ardían en su interior. Necesitaba estar lúcido para aquella conversación, necesitaba un aliado.
—Buenos días, Germán, me alegro de volver a verte. Te estaba esperando. ¿Te parece si nos sentamos? Creo que tenemos mucho que hablar. Le he pedido café a Manuel.
En la entrada de la sala, a unos cuatro metros de Germán, estaba un hombre alto, de unos sesenta años, cuerpo atlético vestido con unos Dockers beige y un polo de Ralph Laurent blanco. Las arrugas de la cara eran lo único que delataba la edad real de Javier Gorrochategui, que parecía mucho más joven. El anfitrión hacía un gesto hacia los dos butacones, donde Manuel estaba sirviendo café en tazas de porcelana.
—Hola, Javier, gracias por recibirme.
Ambos hombres se sentaron y contemplaron el mar unos segundos. Entonces empezaron a hablar.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]